Pedro se ha ido, y su transición marca el fin
de una época. Pedro era uno de los últimos auténticos campesinos andaluces.
Fuimos vecinos durante más de 15 años cuando vivíamos en el campo, y este
hombre que no había recibido educación formal alguna me enseñó tantas cosas que
me siento honrada de haberlo conocido. Me enseñó cómo las fases de la luna
influencian la siembra, las cosechas y los animales, cómo leer el cielo para
saber qué tiempo haría, dónde, cómo y cuándo se debía plantar y sembrar...
El ritmo de su vida era el ritmo del mundo
natural: la época de la labranza, la época de la siembra y de la cosecha. Araba
la tierra, la suya y la nuestra, con un arado romano de madera tirada por dos
burras. Con cada cosecha nos traía tomates, pimientos y patatas. Cada viernes,
cuando amasaba su esposa Ana, traía pan hecho con harina del trigo que él mismo
había cultivado y llevado al molino con la ayuda de las burras. El pan se
horneaba en un horno de leña al lado de la choza. En verano me traía chumbos
refrescantes ya pelados para que no me hiciesen daño las espinas. Cuando había
poco trabajo en el campo recogía esparto y hacía cabestros para las burras y
cintas que pon ía alrededor de los quesos recién hechos.
Sus animales lo querían y lo seguían
constantemente. Cuando pasaba de largo porque no las necesitaba para trabajar,
las burras lo llamaban, y al atardecer lo seguían a casa. Sus perros eran compañeros
constantes. No tenían una vida fácil estos animales, pero él tampoco. Ellos
vivían como él; una vida sencilla y espartana reducida a lo esencial y cuando
Paloma, una perrita blanca quería algún mimo venía a casa. Sin electricidad ni
agua corriente, el agua la traía del pozo y ahí es donde Ana lavaba y tendía la
ropa sobre los arbustos a secar.
Sin embargo, la lección más importante que
aprendí a través de Pedro no me la enseñó él directamente sino que fue como
consecuencia de decisiones tomadas por otros. Siguiendo la costumbre local, se sortearon
las tierras para saber lo que iba a tocar a cada uno. Pedro perdió la casita donde había nacido y
las tierras que habían sido su vida, porque tocaron en suerte a la viuda de un
hermano que vivía lejos y no había estado ahí en muchas décadas. A Pedro le
tocó una casita en el pueblo y unas parcelas dispersas.
Entonces los hijos de Pedro, con la mejor
intención del mundo, decidieron que ya había llegado la hora de que se jubilase
su padre y se estableciese en el pueblo. Pero ¿cómo iba a resignarse al tedio
de la vida en el pueblo un hombre que había vivido la vida entera en el campo
donde siempre había algo que hacer?
Cuando lo fuimos a visitar en Navidades de ese
año y pregunté por las burras, me dijo que se habían vendido. Se puso a llorar.
Una de las burras había sido su compañera de vida durante 40 años. La luz se
apagó en sus ojos y en realidad es entonces cuando murió Pedro. Cayó en una
depresión y pasó siete años en la cama sin reconocer a nadie, aunque creo que
reconocía las voces porque, cuando iba a visitarlo y le hablaba, levantaba una
mano y giraba la cabeza hacia mí, aunque los ojos muertos y sin expresión no
veían nada.
La lección mas grande de todas fue el valor de
los animales en la vida de las personas que viven en comunión con ellos. Pedro se ha ido, pero en realidad se fue hace
mucho tiempo cuando le fueron arrebatadas sus burras.